La partida

Eran más de las 3 de la tarde y Ramón no había comido todavía. La faena se había alargado como era costumbre. Estaba lejos de casa en terreno desconocido. Había atravesado fronteras. Tendría que explorar nuevos sitios donde yantar. 


Encontrar una buena posada en la comer era una lotería. Las tradiciones orales no siempre se cumplían. Los restaurantes donde hay muchos camiones aparcados simplemente están al lado de la carretera y tienen un amplio aparcamiento. Que la comida esté buena es otro cantar.

Mirindas
Había llegado a un pueblo. 40 grados y la hora de la siesta, era lógico que las calles estuvieran desiertas. Al final de una calle vi una señal. Era inconfundible. Un letrero luminoso de otra época en el que ponía: "Mirinda".

Entré sin pensármelo dos veces, de repente me había transportado a otra época. Una densa nube de humo de faria envolvía el bar. Sin duda estaban por encima de las leyes antitabaco. El suelo ajedrezado estaba mal nivelado y tenía abombamientos y hundimientos. El hambre, el humo y el suelo tuvieron un efecto mareante. 

Una señora con un delantal aparece tras la barra y me pregunta: 
- Que quieres hijo mio -  
- Comer.. si puede ser - Respondo un poco aturdido por el mareo instantáneo.
- Solo tengo ensalada ilustrada y entrecot - 

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Una mesa de melamina desconchada por las esquinas, sin mantel y como no podía ser de otra forma cojea. La señora me recoge los platos con una sonrisa y me trae un café. 

Llevaba un rato observándolos cuando de repente se me acerco uno de ellos. 
- Zagal, ¿Sabes jugar al dominó? - Me increpa.
- Justo me viene para poner las fichas -
- ¡Suficiente! Fran ya somos cuatro. - Grita a sus compinches.

Sin tiempo a reaccionar se sientan en la mesa cuatro paisanos con sus farias y sus copas de cogñac. La sobremesa prometía.

Parecía que los hados estaban conmigo. Y aunque no todas ganaba muchas partidas. Me empezaban a tomar en serio.  

- Pero no decías que solo sabías poner las fichas. ¡Si las está contando! - Decía el Benancio que tenía sentado a mi derecha, mientras ocultaba con recelo sus fichas. 

Frases que no terminaba de entender resonaban en todo el bar: "Burro que piensa bota la carga". Decía el de enfrente. Yo no entendía nada. Me limitaba a poner las fichas. 

- Señores ha sido un placer, pero tengo marchar. Mañana la revancha - Expuse tras unas cuantas partidas y varios carajillos.  

Jamás volví a pasar por aquel pueblo.


- Dos jarras de cerveza y un plato olivas - Ordenó Ramón al camarero. Habían entrado en calor y ahora necesitaban alegría en el cuerpo. 

- ¡Recristo! esto parece la fiesta de la cerveza - dijo Arístides al ver el tamaño de la jarra.

Por lo visto no era lo único grande. De repente viene el camarero con un plato sopero de duralex lleno de olivas verdes, con carambullo. Ramón es un fanático de las olivas. Henchido de felicidad parece que se le saltan las lágrimas. - ¡Esto es un plato olivas! Por fin alguien que me entiende - suspiraba Ramón mientras se lleva a la boca la primera oliva. Un explosión de sabor anchoado le eriza los pelos. Sin duda era el mejor momento del día y todavía tenía lo que parecían medio kilo de olivas para su disfrute y el de su colega Arístides.

El segundo tiempo del partido ya había comenzado hacía un rato. 
- Joder Bonifacio... ¿otra vez aquí...? ¿No has tenido bastante con lo de antes...? - Espetó el camarero. Con una venda que le cubría media cabeza y paso torpe entraba por la puerta del bar nuestro amigo "meLaVasAChupar"
- Copón. Tendré que ver como acaba el partido - Replico el viejo a disgusto.
- Muy bien. Pero ahora tranquilico y te sientas aquí en la barra conmigo - Le dijo el camarero mientras le abría un botellín de cerveza. 

El partido había terminado y ya no quedaban olivas. Era tarde y al día siguiente había que levantarse temprano. Decidimos volver a las tiendas. Había parado de llover, el cielo estaba despejado  pero el frío húmedo nos iba entumeciendo según salíamos del pueblo.

El frío había congelado la humedad sobre la cremallera de la tienda de campaña. Ramón no fuma, pero por fortuna llevaba un mechero para encender el campingas. Los congelados dedos no atinan a encender el mechero. Cuando al fin lo consigue, una débil llama empieza a fundir el hielo y la cremallera empieza a deslizar torpemente. - Espero no pegarle fuego a la tienda - piensa Ramón.

Aun no había terminado esta tarea cuando, a lo lejos, ve los faros de un coche que se acerca. De un BMW tipo chuloputas y con la radio a todo volumen se bajan el camarero gordo y el señor Bonifacio. - Que no pare la fiesta - grita el camarero sacando del maletero del coche una caja de botellines de cerveza. 

- Me cagüen Buda - Resopla Arístides mientras busca su martillo de geólogo por si la cosa se pone fea. 
- Hemos venido a tomar la penúltima con vosotros - Dice el señor Bonifacio algo ebrio.
La situación es incomoda. Aquellos botijas no tenían intención de marcharse por las buenas. Ramón intercedio.
- Es tarde, estamos congelados y mañana tenemos faena. Nos tomamos la penúltima con vosotros si os tomáis primero una gaseosa del tigre con nosotros. No vale vomitar, ni escupir. Si no nos vamos a dormir. -

Hubo que explicarles varias veces el reto pero al final accedieron. Ramón desayunaba con su refresco instantáneo así que no suponía ningún desafío y Arístides había practicado algo durante el campamento. 

- Una... dos... y tres.- Grita Ramón mientras se mete los dos sobres a la boca y se echa un trago de agua. El resto le imita. Ramón sabe como controlar el gas e ir tragando conforme la reacción acaece en su boca. De repente a Bonifacio  se le empiezan a hinchar los carrillos y le empieza a salir espuma por la boca. Seguido de una risa nerviosa empieza a atragantarse y toser con fuerza. Una mezcla de vinazo, vómito, babas y espuma blanca salen por su boca. Parace un aspersor.  Mientras tanto el camarero nos maldecía y escupía aquel brebaje apoyado en un árbol.

Ramón y Arístides no podían contener la risa. Sabían que al día siguiente no podrían ir al bar a comer platos de olivas, pero ya era el último día de campamento. 

-A dormir corazones- Les dijo Ramón mientras se metía en un su tienda de campaña.

Había dejado de nevar y quedaban pocas horas de luz. Ramón emprendió el camino hacia la tienda de campaña. Cubierto por la nieve no era fácil seguir el camino. Tropezar con piedras grandes era habitual. Ramón tenía su brújula de geólogo pero no la necesitaba. Solo tenía que caminar hacia el ocaso.


Según se acercaba al campamento la estampa era desoladora. El ayuntamiento nos había dejado acampar en una pradera/merendero situado en la parte más baja de una vaguada. El agua y la nieve caídos a lo largo del día y la noche anterior se habían acumulado precisamente ahí. Un inmenso charco ocupaba la zona de acampada y flotando en él cuatro o cinco tiendas de campaña.

Ramón, por azares de su sino (o porque había llegado el último), había tenido que poner la tienda en la zona más alta y pedregosa del merendero. Al menos la suya estaba a salvo. Un palmo de nieve de cubría la tienda de campaña. Ahora si que se tiene sentido llamarla iglú. Al llegar al campamento observó como unos cuantos compañeros estaban recogiendo las tiendas y mochilas. 

- ¿Que hacéis han suspendido el campamento? - preguntó Ramón esperanzado de volver a casa esa misma tarde. 

- Ojala! Nos hemos encontrado la tienda flotando en ese charco y nos ha calado toda. Nos vamos al hostal del pueblo. 

Entre la ropa dispersa por toda la tienda Ramón cogió unos gayumbos que suponía limpios y la toalla y se fue a duchar. Salir de debajo de aquel chorro de agua caliente se había convertido en un desafío. Mejor me vuelvo a enjabonar. 

La hora de la cena era un sálvese quien pueda. Ramón tenía para cenar un trozo de longaniza y un sobre de sopa del chino. Con esto entraré en calor pensó. Las sopas del chino eran como Ramón llamaba a los sobres de pasta oriental deshidratada. En teoría el agua tenía que evaporar toda pero el frío y un campingas barato lo hacían tarea imposible. De ahí que las llamara "sopas del chino". 

Había dos cosas que nunca faltaban en su mochila: las citadas sopas y las gaseosas del tigre. Algún infame perillán había enseñado a Ramón que lo mejor de las gaseosas del tigre era echar los dos sobres de polvos directamente en la boca, para después echar un trago de agua. "Una constelación de sensaciones en tu boca" decía cada vez que engañaba a alguien para tomar el refresco instantáneo que él decía. Ciertamente era divertido ver como muchos empezaban a expulsar espuma blanca o por la nariz o directamente escupían sin pudor aquella mezcla de bicarbonato y sidral. Luego estaban los efectos secundarios. Los estentóreos eruptos. Aquello parecían terremotos.

El frío era insufrible y la hora de dormir todavía estaba lejos. - ¡Vámonos al bar que juega la selección! - Interrumpió Arístides. La idea no era descabellada, al menos allí estaríamos calientes, el fútbol era lo de menos.

Una nube de humo, y no sólo de tabaco, inundaba el local. El bar era grande, al fondo una televisión gigante era el centro de las miradas. Como si de un escenario se tratara las mesas y sillas se disponían en semicírculo alrededor de aquél dios llamado fútbol. 

El camarero era un tipo gordo. Muy gordo. La barriga le colgaba por encima de un de viejo y raído pantalón vaquero. A través de su camisa se apreciaba con claridad que el ombligo se le había dado la vuelta. Un alien que asomaba entre los botones. 

-¡Tengo un caldo de cocido que levanta a los muertos! - exclamo el camarero. Como si de una epifanía se tratará Ramón asintió con la cabeza y dijo: 
- Fiat mihi secundum verbum tuum - ¿Por qué coño se había callado todo el mundo en ese momento? pensó Ramón. Caras de ¿Qué carajo habrá escupido el seminarista éste de los cojones?  lo miraban acusadoramente. 

- Hágase en mi según tu palabra, Lucas 1,38 - Explicó Ramón sin éxito. Aquellos autóctonos no entendían el humor episcopal.

-Que le pongas un tazón bien caliente ¡Joder! - Replicó Arístides salvando a Ramón de un linchamiento instantáneo. 

El caldo no era gran cosa. En realidad era bastante malo, aquello no era de cocido. La pastilla de avecren no se había disuelto del todo, pero al menos estaba caliente. 

- ¡Tú me la vas a chupar! - Resonó la frase en los oídos de todos. Al volver la mirada Ramón contemplo una de las escenas más grotescas que jamas hubiera presenciado. Un anciano autoctono, al parecer notablemente ebrio, estaba subido a una silla con su flácida virilidad fuera de la bragueta mientras que gritaba a uno de sus compadres que se la chupara. Al parecer las diferencias en los pareceres futbolísticos conducían a este tipo de conductas a los habitantes del lugar. Risas, gritos e insultos iban creciendo en aquel ambiente decadente. Ramón estaba atento. 

De repente hábil como un gamo apareció el camarero con una botella de sifón en sus manos. - Métela o disparo - Clamó aquel ninja de doscientos kilos. El viejo, desnortado por su embriaguez, le dijo: - Tú también me la vas a chupar. ¡Me la vais a chupar todos! - Grito. 

Sin dudar el camarero-ninja disparo el sifón directo a la bragueta del viejo. No sé si por la presión del chorro o por la inesperada sensación de frío en sus partes pudendas el viejo se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó de punta cabeza sobre el suelo. 

Se hizo el silencio. Lo que empezó como un hilo de sangre terminó siendo un charco de sangre sobre el suelo del bar. La primera parte del partido había acabado.

Una fuerte nevada ha sorprendido a Ramón en mitad de un afloramiento cretácico. Casi sin aliento Ramón consigue llegar a una paridera. Si al menos hubiera algún ternasco podría haber almorzado, piensa en voz alta. Sin duda los pensamientos psicóticos eran producto de una semana de campamento en mitad del maestrazgo turolense en pleno mes de enero. 


Al menos la paridera tiene techo y no tiene goteras. Las opciones son escasas. O bien terminar los croquis y completar de memoria los apuntes o almorzar. No hay discusión. De la mochila saca un campingas, una fiambrera y una lata de fabada. 

El frío polar ralentiza la tarea de calentar la fabada. El campingas está agonizando. Los anhelados efluvios a chorizo y morcilla se hacían de rogar. Ramón metía la cabeza en la fiambrera usada a modo de perola intentando hacer vahos de fabada. Quizás así se me descongele la punta de la nariz, pensaba. 

El infiernillo sigue encendido pero Ramón ya ha metido la cuchara. De nuevo la sangre volvía a fluir. 

Acurrucado en una esquina Ramón entra en estado alfa. Seguramente producto de la digestión pesada generada por la morcilla extremeña de la lata de fabada de oferta. Pero su paz interior dura poco. Los síntomas son claros. Tenía que hacer aquello que otro no pudiera hacer por él. 

Quizá este no sea el mejor momento para llevar tirantes, pensó mientras soltaba las pinzas que los sujetaban a los pantalones. Rodeando la paridera encontró un murete que haciendo esquina lo hacía idóneo para el menester que le acaecía. Desabrochó el botón de su pantalón y éste se deslizó hasta sus tobillos. De tal modo que sentándose en el murete con medio culo fuera se dispuso a crear. 

Si no fuera por el frío tan poco se estaba tan mal. De repente y en mitad de su obra Ramón se siente observado. Allí estaba frente a él. A escasos tres metros de distancia. Supongo que atraído por el olor de la fabada o de la post-fabada, no sé cual de los dos le habrá gustado más. Un cabrón con unos cuernos enroscados de más de dos varas de longitud. Con la cabeza torcida le miraba fijamente. Inmóvil, Ramón ya no siente el frío. Ahora sólo piensa en como distraer a ese enviado del diablo para poderse limpiar el culo con cierta seguridad. Benditos cacahuetes. Parece que le gustan. Ramón le lanza un puñado de cacahuetes que llevaba en los bolsillos del abrigo y parece que el animal va tras ellos. Éxito. 

Ahora Ramón tiene otro problema. Sólo le queda un pañuelo de papel a medio usar y la nieve ha cubierto cualquier otro útil para el proyecto que ahora afrontaba. Hoy tocaría ducharse.

Por fin se sube los pantalones y vuelve a la paridera. Allí estaba. Con la cuerda colgando del labio inferior, el buco se había comido un fuet que Ramón había dejado sobre su mochila. ¡Será cabrón! 


Desvaríos

Esto no se lo había contado a nadie, me dijo. Estas palabras hacían a Ramón sentirse importante, especial. Confidencias sorprendentes que rozaban el desconcierto y alimentaban el rechazo a quien en aquel momento era nuestro enemigo común. Las piezas de un puzzle que ya duraba 20 años parecían encajar. Todo empezaba a tener un sentido. A veces intuido, a veces insospechado. Nada era lo que parecía.

La luna llena iluminaba el camino. Sin duda nos estábamos licantropizando. Juntos analizamos los métodos y estrategias del enemigo. Más sabía el diablo por viejo. 

El líder de la secta nunca nos dejó marchar y evitó por todos los medios que tomáramos otro camino. 

Habíamos tenido que empezar a  peinar canas para poner un pie (solo uno) fuera de la secta para poder verlo con perspectiva.