Había dejado de nevar y quedaban pocas horas de luz. Ramón emprendió el camino hacia la tienda de campaña. Cubierto por la nieve no era fácil seguir el camino. Tropezar con piedras grandes era habitual. Ramón tenía su brújula de geólogo pero no la necesitaba. Solo tenía que caminar hacia el ocaso.


Según se acercaba al campamento la estampa era desoladora. El ayuntamiento nos había dejado acampar en una pradera/merendero situado en la parte más baja de una vaguada. El agua y la nieve caídos a lo largo del día y la noche anterior se habían acumulado precisamente ahí. Un inmenso charco ocupaba la zona de acampada y flotando en él cuatro o cinco tiendas de campaña.

Ramón, por azares de su sino (o porque había llegado el último), había tenido que poner la tienda en la zona más alta y pedregosa del merendero. Al menos la suya estaba a salvo. Un palmo de nieve de cubría la tienda de campaña. Ahora si que se tiene sentido llamarla iglú. Al llegar al campamento observó como unos cuantos compañeros estaban recogiendo las tiendas y mochilas. 

- ¿Que hacéis han suspendido el campamento? - preguntó Ramón esperanzado de volver a casa esa misma tarde. 

- Ojala! Nos hemos encontrado la tienda flotando en ese charco y nos ha calado toda. Nos vamos al hostal del pueblo. 

Entre la ropa dispersa por toda la tienda Ramón cogió unos gayumbos que suponía limpios y la toalla y se fue a duchar. Salir de debajo de aquel chorro de agua caliente se había convertido en un desafío. Mejor me vuelvo a enjabonar. 

La hora de la cena era un sálvese quien pueda. Ramón tenía para cenar un trozo de longaniza y un sobre de sopa del chino. Con esto entraré en calor pensó. Las sopas del chino eran como Ramón llamaba a los sobres de pasta oriental deshidratada. En teoría el agua tenía que evaporar toda pero el frío y un campingas barato lo hacían tarea imposible. De ahí que las llamara "sopas del chino". 

Había dos cosas que nunca faltaban en su mochila: las citadas sopas y las gaseosas del tigre. Algún infame perillán había enseñado a Ramón que lo mejor de las gaseosas del tigre era echar los dos sobres de polvos directamente en la boca, para después echar un trago de agua. "Una constelación de sensaciones en tu boca" decía cada vez que engañaba a alguien para tomar el refresco instantáneo que él decía. Ciertamente era divertido ver como muchos empezaban a expulsar espuma blanca o por la nariz o directamente escupían sin pudor aquella mezcla de bicarbonato y sidral. Luego estaban los efectos secundarios. Los estentóreos eruptos. Aquello parecían terremotos.

El frío era insufrible y la hora de dormir todavía estaba lejos. - ¡Vámonos al bar que juega la selección! - Interrumpió Arístides. La idea no era descabellada, al menos allí estaríamos calientes, el fútbol era lo de menos.

Una nube de humo, y no sólo de tabaco, inundaba el local. El bar era grande, al fondo una televisión gigante era el centro de las miradas. Como si de un escenario se tratara las mesas y sillas se disponían en semicírculo alrededor de aquél dios llamado fútbol. 

El camarero era un tipo gordo. Muy gordo. La barriga le colgaba por encima de un de viejo y raído pantalón vaquero. A través de su camisa se apreciaba con claridad que el ombligo se le había dado la vuelta. Un alien que asomaba entre los botones. 

-¡Tengo un caldo de cocido que levanta a los muertos! - exclamo el camarero. Como si de una epifanía se tratará Ramón asintió con la cabeza y dijo: 
- Fiat mihi secundum verbum tuum - ¿Por qué coño se había callado todo el mundo en ese momento? pensó Ramón. Caras de ¿Qué carajo habrá escupido el seminarista éste de los cojones?  lo miraban acusadoramente. 

- Hágase en mi según tu palabra, Lucas 1,38 - Explicó Ramón sin éxito. Aquellos autóctonos no entendían el humor episcopal.

-Que le pongas un tazón bien caliente ¡Joder! - Replicó Arístides salvando a Ramón de un linchamiento instantáneo. 

El caldo no era gran cosa. En realidad era bastante malo, aquello no era de cocido. La pastilla de avecren no se había disuelto del todo, pero al menos estaba caliente. 

- ¡Tú me la vas a chupar! - Resonó la frase en los oídos de todos. Al volver la mirada Ramón contemplo una de las escenas más grotescas que jamas hubiera presenciado. Un anciano autoctono, al parecer notablemente ebrio, estaba subido a una silla con su flácida virilidad fuera de la bragueta mientras que gritaba a uno de sus compadres que se la chupara. Al parecer las diferencias en los pareceres futbolísticos conducían a este tipo de conductas a los habitantes del lugar. Risas, gritos e insultos iban creciendo en aquel ambiente decadente. Ramón estaba atento. 

De repente hábil como un gamo apareció el camarero con una botella de sifón en sus manos. - Métela o disparo - Clamó aquel ninja de doscientos kilos. El viejo, desnortado por su embriaguez, le dijo: - Tú también me la vas a chupar. ¡Me la vais a chupar todos! - Grito. 

Sin dudar el camarero-ninja disparo el sifón directo a la bragueta del viejo. No sé si por la presión del chorro o por la inesperada sensación de frío en sus partes pudendas el viejo se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó de punta cabeza sobre el suelo. 

Se hizo el silencio. Lo que empezó como un hilo de sangre terminó siendo un charco de sangre sobre el suelo del bar. La primera parte del partido había acabado.