El cisma había sido proclamado sin nosotros intentarlo. Aquella disculpa tardía y a destiempo fue el desencadenante. Soberbia, egoísmo, amistad interesada fueron sus premisas. Los primeros años cegados por la juventud y por una educación ochentera, donde los mayores siempre tenían razón, fueron tolerados no sin ciertas tensiones. 

Como si de una epifanía se tratara la luna llena nos abrió los ojos contra aquel endiosamiento sin par. Urdimos el primer ataque al sistema establecido y nos gustó. Quizá el resultado no tuvo la repercusión esperada pero para nosotros había sido una victoria.

No tardamos en empezar a reclutar rebeldes a nuestra causa, mientras continuábamos acatando ciertas directivas de su dictadura. 

Cada vez más osados intentábamos cambiar el sistema desde dentro. Nuestros intentos, casi siempre vanos, eran descartados por su despotismo.

Su autocracia tenía los días contados. Habíamos encontrado el arma secreta. Nosotros. El escuadrón rebelde era su mejor, y prácticamente única, carta de presentación. Aquellos soldados habían superado al general y ya no necesitaban a aquel tirano. 

Grandes ovaciones los aclamaban tras los desfiles. Sabían que aquello le hacía hervir la sangre al opresor, aún así los necesitaba para darle la gloria que tanto se creía tener.

Jamás había agradecido sentida y personalmente aquella dignificación de su imperio a sus soldados, lo cual le hacía más vil y despreciable.

Tras el último desfile hemos desertado. Ahora nos buscan. Algunos nos dicen que para obtener su perdón. Pero todos sabemos que si nos cogen seremos fusilados en la plaza mayor cuando el sol se encuentre en su cenit.