Piano Bar - (Versión de Ramón)

Sin duda todo lo que había aprendido durante tantos años quedaba escaso. Cada dos compases el ritmo cambiaba de estructura.  Personalmente hubiera sido incapaz de seguirlo sin cruzarse, pero ellos no. Tenían el "culo pelao" de tocar. Sabían lo que hacían. O quizás no, el groove era parte intrínseca de su ser. Las polirritmias y amalgamas se mezclaban sin esfuerzo. Ramón los observaba como si fueran Dioses.


La cercanía de los músicos o el ambiente relajado de la velada animó a una señora con afán de protagonismo a hacerse notar. Saltó al escenario y empezó a cantar. Los músicos la seguían sin problemas a pesar de alguna entrada precipitada y algún compás cojo. Aunque no desafinaba demasiado su voz no era agradable, Ramón la encajaba en el grupo de gallinas. -Por favor que vuelva a su sitio- Pensaba Ramón. Por suerte o por falta de repertorio la señora clueca volvió a su asiento tras haber cortado el flow de la noche.

Un repertorio de lo más variado amenizaba la noche. Entre canción y canción Domingo, el pianista,  se levantaba, echaba un sorbo de su jarra de cerveza, comentaba algo con las pepas de la mesa de al lado, y volvía a su estrecha banqueta.  


En ocasiones, como buitre que acecha a la oveja moribunda, un postulante elegante le usurpaba el piano a Domingo.  El muchacho no lo hacía mal pero todavía le faltaban tablas. Tenía tendencia a entrar en bucles de los que sólo el batería sabía sacarlo con maestría. 

Por el escenario también desfilo el que debía ser una constante en la noche del lugar. Un joven con aspiraciones a crooner. Con temas de Sinatra y Elvis encandilaba a las señoras del público entre las cuales era probable que estuviera su madre.

Sin duda aquel lugar estaba poblado por parroquianos habituales.  De pronto se abrió la puerta, el frío cierzo entró primero anunciando su llegada, el escaner de Ramón lo bautizó presto como "Briatore de Garrafón". Cuando ya le había puesto mote llegó la confirmación del mismo. Tras él apareció una mujer unos 30 años más joven, de raza negra, con un peinado a base de trenzas sujetas con un pañuelo y gafas de intelectual.  Caminando hacia dentro las miradas avanzaban a su paso, sobre todo la de otro personaje que se había acodado en la barra. Un individuo singular: botas de motero, melena canosa recogida en una coleta y gafas sol. A Ramón no le parecía trigo limpio.



Georgina se acercó a Julia y le preguntó: -¿me has llamado?- Con indiferencia mezclada con desprecio Julia le dijo que no. Seca, tajante, sin ambages. 

Julia era incapaz de mirarla a la cara. Su lenguaje corporal parecía indicar que no le aguantaba. Algún roce entre entre colegas de trabajo las había llevado a aquella situación de "te tolero pero mejor no me hables". 

Ramón observaba la escena mientras descargaba su carro de la compra en la cinta transportadora de la caja registradora del mercadona, o mercamonas como acostumbraba a llamarlo. 

De repente se oye un estruendo en el pasillo de los detergentes. 
-Pilar puedes ir al pasillo 2- Grita Julia para que Pilar le oyera desde el cuarto de la limpieza. Una señora la había liado con los botes de suavizante y el detergente y ahora el pasillo 2 parecía una piscina de "Mimosín". Pilar había hecho oídos sordos a la llamada. 

Ramón no es políticamente correcto, simplemente es realista y pensaba que Pilar estaba gorda, muy gorda, completamente obesa y comprendía que con su peso y nula forma física era normal que no le apeteciera ponerse a limpiar aquel chabisque. 

Parecía que Julia ya había cumplido con su obligación de pasarle la bola a otro, ciertamente tampoco podía desatender la caja para ponerse a limpiar. Entre dientes murmuró -¡Hala! a ver si la gorda mueve el culo-. 

Ramón ya había visto otras veces cómo Pilar (la gorda) se paseaba por el supermercado montada en su fregadora industrial. Los compradores tenían que apartarse de su camino con rapidez si no querían ser arrollados. Aquella mujer en su fregadora por los pasillos de la tienda eran como un trailer sin frenos por Despeñaperros.

A Ramón le gusta leer los letreritos con el nombre que las cajeras del supermercado llevan colgado en el pecho. Se pregunta si serán sus nombres de reales o si serán sus nombres artísticos. Por lo general todas las cajeras tienen cara de llamarse lo que pone en su cartel. Cómo si de psicópata se tratara o cómo si sufriera un trastorno obsesivo compulsivo Ramón intenta memorizar los nombres de todas con el fin de recordarlos en sus próximas visitas al supermercado.