- Dos jarras de cerveza y un plato olivas - Ordenó Ramón al camarero. Habían entrado en calor y ahora necesitaban alegría en el cuerpo. 

- ¡Recristo! esto parece la fiesta de la cerveza - dijo Arístides al ver el tamaño de la jarra.

Por lo visto no era lo único grande. De repente viene el camarero con un plato sopero de duralex lleno de olivas verdes, con carambullo. Ramón es un fanático de las olivas. Henchido de felicidad parece que se le saltan las lágrimas. - ¡Esto es un plato olivas! Por fin alguien que me entiende - suspiraba Ramón mientras se lleva a la boca la primera oliva. Un explosión de sabor anchoado le eriza los pelos. Sin duda era el mejor momento del día y todavía tenía lo que parecían medio kilo de olivas para su disfrute y el de su colega Arístides.

El segundo tiempo del partido ya había comenzado hacía un rato. 
- Joder Bonifacio... ¿otra vez aquí...? ¿No has tenido bastante con lo de antes...? - Espetó el camarero. Con una venda que le cubría media cabeza y paso torpe entraba por la puerta del bar nuestro amigo "meLaVasAChupar"
- Copón. Tendré que ver como acaba el partido - Replico el viejo a disgusto.
- Muy bien. Pero ahora tranquilico y te sientas aquí en la barra conmigo - Le dijo el camarero mientras le abría un botellín de cerveza. 

El partido había terminado y ya no quedaban olivas. Era tarde y al día siguiente había que levantarse temprano. Decidimos volver a las tiendas. Había parado de llover, el cielo estaba despejado  pero el frío húmedo nos iba entumeciendo según salíamos del pueblo.

El frío había congelado la humedad sobre la cremallera de la tienda de campaña. Ramón no fuma, pero por fortuna llevaba un mechero para encender el campingas. Los congelados dedos no atinan a encender el mechero. Cuando al fin lo consigue, una débil llama empieza a fundir el hielo y la cremallera empieza a deslizar torpemente. - Espero no pegarle fuego a la tienda - piensa Ramón.

Aun no había terminado esta tarea cuando, a lo lejos, ve los faros de un coche que se acerca. De un BMW tipo chuloputas y con la radio a todo volumen se bajan el camarero gordo y el señor Bonifacio. - Que no pare la fiesta - grita el camarero sacando del maletero del coche una caja de botellines de cerveza. 

- Me cagüen Buda - Resopla Arístides mientras busca su martillo de geólogo por si la cosa se pone fea. 
- Hemos venido a tomar la penúltima con vosotros - Dice el señor Bonifacio algo ebrio.
La situación es incomoda. Aquellos botijas no tenían intención de marcharse por las buenas. Ramón intercedio.
- Es tarde, estamos congelados y mañana tenemos faena. Nos tomamos la penúltima con vosotros si os tomáis primero una gaseosa del tigre con nosotros. No vale vomitar, ni escupir. Si no nos vamos a dormir. -

Hubo que explicarles varias veces el reto pero al final accedieron. Ramón desayunaba con su refresco instantáneo así que no suponía ningún desafío y Arístides había practicado algo durante el campamento. 

- Una... dos... y tres.- Grita Ramón mientras se mete los dos sobres a la boca y se echa un trago de agua. El resto le imita. Ramón sabe como controlar el gas e ir tragando conforme la reacción acaece en su boca. De repente a Bonifacio  se le empiezan a hinchar los carrillos y le empieza a salir espuma por la boca. Seguido de una risa nerviosa empieza a atragantarse y toser con fuerza. Una mezcla de vinazo, vómito, babas y espuma blanca salen por su boca. Parace un aspersor.  Mientras tanto el camarero nos maldecía y escupía aquel brebaje apoyado en un árbol.

Ramón y Arístides no podían contener la risa. Sabían que al día siguiente no podrían ir al bar a comer platos de olivas, pero ya era el último día de campamento. 

-A dormir corazones- Les dijo Ramón mientras se metía en un su tienda de campaña.

Una fuerte nevada ha sorprendido a Ramón en mitad de un afloramiento cretácico. Casi sin aliento Ramón consigue llegar a una paridera. Si al menos hubiera algún ternasco podría haber almorzado, piensa en voz alta. Sin duda los pensamientos psicóticos eran producto de una semana de campamento en mitad del maestrazgo turolense en pleno mes de enero. 


Al menos la paridera tiene techo y no tiene goteras. Las opciones son escasas. O bien terminar los croquis y completar de memoria los apuntes o almorzar. No hay discusión. De la mochila saca un campingas, una fiambrera y una lata de fabada. 

El frío polar ralentiza la tarea de calentar la fabada. El campingas está agonizando. Los anhelados efluvios a chorizo y morcilla se hacían de rogar. Ramón metía la cabeza en la fiambrera usada a modo de perola intentando hacer vahos de fabada. Quizás así se me descongele la punta de la nariz, pensaba. 

El infiernillo sigue encendido pero Ramón ya ha metido la cuchara. De nuevo la sangre volvía a fluir. 

Acurrucado en una esquina Ramón entra en estado alfa. Seguramente producto de la digestión pesada generada por la morcilla extremeña de la lata de fabada de oferta. Pero su paz interior dura poco. Los síntomas son claros. Tenía que hacer aquello que otro no pudiera hacer por él. 

Quizá este no sea el mejor momento para llevar tirantes, pensó mientras soltaba las pinzas que los sujetaban a los pantalones. Rodeando la paridera encontró un murete que haciendo esquina lo hacía idóneo para el menester que le acaecía. Desabrochó el botón de su pantalón y éste se deslizó hasta sus tobillos. De tal modo que sentándose en el murete con medio culo fuera se dispuso a crear. 

Si no fuera por el frío tan poco se estaba tan mal. De repente y en mitad de su obra Ramón se siente observado. Allí estaba frente a él. A escasos tres metros de distancia. Supongo que atraído por el olor de la fabada o de la post-fabada, no sé cual de los dos le habrá gustado más. Un cabrón con unos cuernos enroscados de más de dos varas de longitud. Con la cabeza torcida le miraba fijamente. Inmóvil, Ramón ya no siente el frío. Ahora sólo piensa en como distraer a ese enviado del diablo para poderse limpiar el culo con cierta seguridad. Benditos cacahuetes. Parece que le gustan. Ramón le lanza un puñado de cacahuetes que llevaba en los bolsillos del abrigo y parece que el animal va tras ellos. Éxito. 

Ahora Ramón tiene otro problema. Sólo le queda un pañuelo de papel a medio usar y la nieve ha cubierto cualquier otro útil para el proyecto que ahora afrontaba. Hoy tocaría ducharse.

Por fin se sube los pantalones y vuelve a la paridera. Allí estaba. Con la cuerda colgando del labio inferior, el buco se había comido un fuet que Ramón había dejado sobre su mochila. ¡Será cabrón!